Requiem por un Amigo

Quiero escribir cosas hermosas. Una gran historia. Pero cuando la pienso, la tristeza comienza a rodar por mis mejillas.

Fue una mañana de 1990 cuando por primera vez lo vi. Era un cachorro hermoso. Negro como la noche más oscura, excepto por su noble pecho, con galante mechón blanco, cual corbata o bufanda de seda.

Leal como pocos, fue un amigo durante 15 años de mi vida, y la suya. De cachorro, subía a mi cama y escarbaba entre las sábanas hasta llegar a mis piés. Allí, hacía su festín langueteando cuanto dedo pillaba en movimiento.

Con el paso de los años, comenzó a cuidarnos a todos. Y así, durante sus noches, iba de cama en cama, visitando y regalando cariño a toda la familia.

Y ahora último, Dios me concedió el favor y el regalo del tiempo. Porque pude pasar estos últimos días de su vida, a su lado. Y vaya que me seguía. Paso a paso, vuelta a vuelta, Freud siempre estaba ahí, a mi lado.

Y es que era mi sombra. Mi bella sombra.

Discreto y aperrado como él sólo. Sabía que no agradaban sus ladridos y calló por siembre, quebrando su silencio sólo para cuidarnos o enseñar cuidado. También ladraba cuando estaba histérico de contento. Cuando toda la familia estallaba en una cascada de alegría.

He tratado y casi olvidado aquella tarde, en que furioso, impotente y angustiado, descargué mi frustración con él. Se acercó casi penitente, a consolarme. Se acercó como buen amigo, para estar a mi lado. Y lo rechazé con una furia que él no merecía.

Pero tuve años para compensarlo. Años para abrazarlo y cuidarlo.

Te fuiste un domingo por la noche, a jugar al cielo, donde seguro hay campos amplios y vastos, llenos de aventuras. Llenos de nuevos olores. Te quiero perro. Mi viejo perro, mi amigo.

En memoria de Freud (1990-2005)