lunes, diciembre 06, 2004

El esquivo tiempo

El tiempo corre. Huye como si una fuerza horrenda lo persiguiera. Arranca y no para nunca, desesperado por llegar a una meta que a nadie deja contento.

Image Hosted by ImageShack.us

El año 1990 tenía yo aproximadamente 18 años. Mi pelo abundaba en mi cabeza y también mi humor ante la vida. Y cierta mañana de diciembre, nos dirigimos con mi padre a una casa en La Dehesa. Una casa grande, com patio y criadero de perros.

Y allí, en esa casa cuica me regalaron el más hermoso cocker negro que pudiese haber querido. Tenía dos meses, casi. Fruto de una camada problemática, de la cual sólo dos cachorros habían sobrevivido.

Y uno corrió, alegre y cariñoso a darme un languetazo. A oler mi mano y a reconocer a quien de algún modo se siente y sentiría casi su padre durante todo este tiempo. Yo.

Y así fue que este cachorro, de nariz corta y abundante pelo, negro como la noche y con un noble mechón blanco sobre su pecho, pasó a formar parte de mi familia. Juntos recorrimos jardines, discutimos por sus costumbres intestinales y entrenamos en el entretenido arte de la búsqueda.

¡Busca! Decía yo, imperante. Y ahí su nariz comenzaba a funcionar, aspirando con la potencia de una máquna, en resoplidos entrecortados como los de las máquinas aplanadoras. Y él encontraba. Fuera una piedra, comida, una pelota, lo encontraba. Y nada se detenía a su paso. Subía con igual facilidad a mi cabeza, a la cama o a los más intrincados muebles, preparados especialmente para hacer difícil su travesía.

Y le tiré piedras a lo lejos, que él iba y recogía casi sin verlas alejarse. Y probando juntos, descubrí que adoraba la sandía. Que le gustaba el melón tuna y que no sólo la carne o el pescado le hacían sonreír.

Pero el tiempo pasa. Y así también pasa la vida. Por ahí por el año 97, Freud, mi amigo y mascota saltó valeroso y arrojado a enfrentar dos pastores alemanes. De esos grandes. Un mordisco bastó para dejarlo quieto y abatido. El diagnóstico fue algún corte muscular que le provocó una afasia. Su lado derecho de la cara no se movía. Pero le dimos remedios. Le dimos cariño. Y mejoró.

El 99, la cosa no fue tan benigna. En su espíritu aventurero cruzó una calle sin mirar la luz roja y un auto hizo lo suyo. Lo atropellaron y quedó con una fractura de cadera. Tuvo un fierro ahí, puesto por el veterinario hasta el año pasado. Fecha en la cual el odioso pero útil fierro decidió que quería salir y comenzó a escarbar su camino.

Hoy, con casi 15 años, Froid está viejo. Cansado y tranquilo. Su barba es cana y la vejez se le nota en el cuerpo. Y aunque camina lento y temeroso, culpa de su cadera y de su escasa vista, todavía es mi cachorro. Todavia recuerdo cuando cabía en la palma de mi mano.

Está hediondo y cochino, pero igual lo quiero. Y lo abrazo y le hago cariño. Y cuando lo hago, ya siento nostalgia. Siento que se me va y que, el tiempo, en su loca carrera, no lo dejará olvidado.

¿Cómo puede ser que alguien abandone a sus mascotas en la calle? De sólo imaginar a mi perro, sólo, abandonado, caminando en invierno bajo la lluvia, buscando un refugio casi sobre un charco de barro, me angustio.

Tantos perros olvidados, desechados, tristes y abandonados.

El tiempo pasa. Mi perro está viejo y mi mente comienza a eludir el inevitable momento en que deberé decidir sacrificarlo, para evitarle aunque sea, un poco de sufrimiento.

Lucho entre mi egoísmo que lo quiere conmigo y mi cariño, que lo quiere feliz, o cuando menos, protegido ante cualquier dolencia. Un día tendré que llevarlo a dormir. Para que pueda descansar, tranquilo, sin dolor y para siempre.

Pero no hoy. No ahora.

Te quiero perro. Te quiero.

1 Comments:

At 8:43 p. m., Blogger Kike said...

Que bueno que te haya gustado. Y sobre el tema, yo también solté mi lagrimón escribiéndolo.

 

Publicar un comentario

<< Home